Nos atrapó a
muchos lectores, hace 25 años, con La
lluvia amarilla, y por eso le hemos ido siguiendo la pista, siendo
fieles, como ahora que acaba de publicar Las lágrimas de San Lorenzo y no
podemos sino volver a paladear la prosa excelente de este magnífico escritor, Julio Llamazares, (Vegamián, León,
1955).
«Cada vez me
siento más extranjero en mi propio país y en todos los sitios. La memoria es la
única patria de las personas que, como yo, hemos renunciado a todas», afirmaba
Llamazares en una entrevista con Efe, idea que aparece en la novela, y de
nuevo vuelve sobre sus temas
predilectos: «el enfrentamiento entre la memoria y el olvido y el efecto
destructor del tiempo». Y será la fugacidad del tiempo precisamente el eje
central de esta obra que «habla de cómo las personas somos estrellas fugaces
que pasamos por la vida y que desaparecemos dejando un mínimo rastro en la
mirada de los que nos siguen recordando”. A pesar de todo “nadie muere mientras lo
recuerdan”, pensamiento del que estoy convencido desde hace mucho tiempo y me
es muy querido, o esta otra idea que se lee en una de sus páginas: “Lo único
que no desaparecerá es el tiempo. Ni nuestros hijos, ni nuestros sueños, ni
nuestras creaciones reales o imaginarias: nada sobrevivirá a la muerte, tan
solo el tiempo del que se alimenta ésta. Como las generaciones de las hojas,
(que nos recuerda a Homero, a quien cita en otras páginas) la de los hombres
también seguirán pasando y su breve luz vital se disolverá en la noche
perpetua, esa que no se acaba jamás, hasta que la última haya desaparecido del
mundo. Y entonces sólo quedará el silencio”.
El narrador,
profesor de universidad de
lengua y literatura evoca la noche con su padre, la noche con sus amigos de
Ibiza, donde también hacían confesiones y nos describe de forma detallada la
noche de San Lorenzo con su hijo viendo las estrellas igualmente, recordando gran parte de su vida y
desnudándose ante el hijo en la misma isla que para el protagonista es lo más
parecido al paraíso. Padre e hijo se hacen las confidencias más personales, los
dos se vuelven a encontrar, a reconocer y a querer, como lo hiciera él mismo
con su padre y tal vez éste con su
abuelo, la rueda de la vida. Durante esa
noche acuden a su mente el recuerdo del
pasado y va repasando lo que han sido paraísos o infiernos en su vida. Porque
de recuperar el tiempo perdido se trata también en esta novela. Y ya cumplidos
los 50 se va dando cuenta de que adquieren una importancia capital el pasado y
el futuro, algo desconocido en la infancia y adolescencia, el pasado porque va
engrosando y el futuro, que como dice Caballero Bonald, va adelgazándose con la edad.
«Escribo para
hacer pensar. La literatura tiene que dar calambre y conmover al lector. Y,
como el arte, te tiene que provocar un chispazo que remueva algo dentro de ti»,
asegura este autor, y en verdad nos hace pensar, nos conmueve y provoca muchos
chispazos que nos remuevan por dentro. Con su prosa característica, limpia,
poética y evocativa nos va contando su filosofía de vida, que nos aleja del
puro y escueto divertimento.
De la misma
forma que en La lluvia amarilla nos volvemos a encontrar con una novela
corta y que yo me atrevo a considerar, a ambas, como dos entrañables pequeñas
obras de arte, que merecen ser leídas y releídas. Queda dicho, muy recomendable
y que se lee de un tirón, aun cuando yo nunca creo haber leído un libro de un
tirón, no es mi costumbre, porque me gusta parar, deleitarme, darme tiempo a
saborear y pensar y cuando voy terminando ralentizo más la lectura, y ya he dicho alguna vez que aunque se trate de novelas
me gusta subrayar aquello que merece más la pena para volver sobre las perlas
descubiertas.
De esta novela
esto han dicho algunos críticos:
«Julio Llamazares ha vuelto a ser el magnífico
escritor de Luna de lobos y La
lluvia amarilla.» J. M. POZUELO YVANCOS, ABC
Cultural
«Esta hermosa y conmovedora novela es una elegía a
las lágrimas de la humanidad.» J. ERNESTO AYALA-DIP, Babelia
- EL PAÍS
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