martes, 11 de agosto de 2015

EL LENGUAJE DE LA CASA Y DE LAS COSAS V


La chimenea. En esta casa donde vivo casi todo el año no tenemos chimenea y lo siento porque la echo de menos. Menos mal que en la casa de Viana hay una y se me quita el mono, ahora no tanto porque vamos solamente en verano y en Semana Santa. No tiene nada que ver con la calefacción al uso.
El fuego en directo encierra un embrujo especial, tiene vida propia que además de irradiar calor logra ensimismarte en las formas de la danza permanente y cambiante de las llamas que te llevan sin querer a muchos lugares, por ejemplo, a los años de tu infancia en los que no había más calefacción que la de la chimenea en la cocina, cuarto de estar, cuarto de todo. Y te trae a la memoria la imagen del despertar de cada mañana, sobre todo en los largos días del largo invierno, cuando te costaba tanto levantarte al duro frío de las heladas de nuestra tierra de nieblas y heladas prolongadas, pero sabías que tras la llamada de la madre estaba esperándonos una lumbre generosa que ahuyentaba todos los fríos de la casa, el corral y la calle.
En casa teníamos suerte porque en ausencia de leña de árboles, inexistente en Tierra de Campos, había abundancia de paja y sobre todo una gran tenada de sarmientos y cepas para todo el año. Tomar el desayuno al calor de aquellas fogatas espléndidas que mi madre preparaba era uno de los placeres para los cuerpos ateridos de los duros inviernos dignos del mayor de los disfrutes.
Había también, triste e injustamente, por aquellos años, pobreza energética y una inmensa cantidad de chimeneas en las que por escasear faltaba de todo y la memoria te devuelve imágenes penosas de gente aterida de frío casi dentro de la chimenea en donde el fuego brillaba por su ausencia, ¡qué fuego iban a producir los excrementos de los animales de carga que algunas familias utilizaban! Eran años de estraperlo, “pertinaces sequías” y larga posguerra de racionamiento y pobreza rayando en la miseria. Estamos hablando de los años cuarenta en los que la posguerra se alargó como cien años de cuaresma de ayuno, abstinencia y frío.
Por eso y por tantas cosas el lenguaje de la chimenea es un lenguaje duro y tierno, a la vez, frío y cálido, su fuego abundante se mete por la piel hasta los últimos entresijos y cuando por las circunstancias adversas de la vida el fuego está semiapagado transmite tristeza, abandono y desvarío.
Por todo ello, si tuviera que erigir el monumento más elocuente a un objeto o rincón de la casa probablemente escogería la chimenea con todo lo que conlleva y los recuerdos más cálidos y entrañables que me traen desde la lejanía del tiempo.
Escribe mi amigo poeta, Raúl Vacas, que “si la cocina es el corazón de la casa, el cuarto de la chimenea es el cerebro. Allí, junto al fuego, se procesa la información de lo que ha ocurrido en el día”. Está hablando lógicamente de otros tiempos.
Y el escritor Rafael Sánchez Ferlosio que conoció bien aquel mundo escribe en su deliciosa novela Industrias y andanzas de Alfanhuí: “Alfanhuí conocía bien la leña. Sabía los maderos que daban llamas tristes y los que daban llamas alegres, los que hacían hogueras fuertes y oscuras, los que claras y bailarinas, los que dejaban rescoldo femenino para calentar el sueño de los gatos, los que dejaban rescoldos viriles para el reposo de los perros de caza. Alfanhuí había aprendido a conocer la leña en casa de su madre...”
El lenguaje de la chimenea es un lenguaje mudo, pero increíblemente vivo, elocuente y de una calidez excepcional.

No hay comentarios: