martes, 4 de noviembre de 2014

EL BALCÓN EN INVIERNO de Luis Landero




Yo creo que acertó plenamente Luis Landero a la hora de abandonar la novela que pretendía escribir por la biografía novelada de parte de su vida que nos ha regalado al final. Aquí se cumple a la perfección aquello que se dice de que toda vida puede ser una gran novela en las manos de un buen escritor. Y Landero lo ha conseguido. Me impactó en su día el libro de Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos, en torno a su padre, como recuerdo-memoria apasionada y tierna y homenaje a su progenitor, y mientras he ido leyendo El balcón en invierno del escritor extremeño, he ido recordando la obra de Héctor Abad, aunque no se parezcan en nada, pero la sombra del padre es alargada y perdura después de muchos años, en cada escritor por motivos tan diferentes. Porque en esta novela aunque el padre no es el protagonista ya que es el propio escritor, sin embargo el recuerdo del padre se hace tan potente que su vida gira desde sus primeros días hasta la actualidad desde que ante el cadáver de su padre jurara ser un hombre de provecho, que era exactamente la obsesión que intentara inculcarle desde la infancia al temer que sus derroteros iban por caminos opuestos al deseo paterno.
Entre pinceladas de fino humor para hacer llevadera la negrura de los hechos y la narración de éstos de una forma que llega a estremecer por la fuerza del relato que se narra vamos recorriendo una historia que va quedando en la retina obligados a asomarnos a un balcón similar al que se asomó en su día el autor para llevarnos a los infiernos y paraísos que todos hemos transitado. El balcón al que nos dejaba asomar el escritor chileno Héctor Abad era para contemplar la figura de su padre: “Cuando llegaba mi papá de su trabajo en la Universidad nos llamaba a los gritos a mis hermanas y a mí, y todos salíamos a recibir sus besos excesivos, sus frases exageradas, sus piropos hiperbólicos y sus abrazos largos”. El balcón en invierno del escritor español nos muestra otro padre bien distinto y otras relaciones más ásperas: “Mi padre hubiera querido ser un padre cariñoso y comunicativo, pero no sabía cómo y, sin quererlo, lo único que inspiraba era miedo... y recuerdo que cuando mi padre se quitó el cinturón y se lo reató en la mano para manejarlo corto y fuerte, yo no sentí tanto miedo como había imaginado, recibí los golpes sin una queja (actuábamos los dos en silencio, como confabulados en una tarea común y solidaria), y al final me saqué la sangre de los labios con el rebujo de trapos de borra que llevaba siempre en el bolsillo trasero del mono, pero no derramé ni una lágrima. Al rato vino otra vez, me examinó el labio partido y me dio una moneda de cinco duros. Anda, me dijo, lávate y ponte de limpio, y vete al cine, y cuando vengas me dices qué es lo que quieres en la vida, si quieres ser una maleante o seguir estudiando y hacerte un hombre de provecho”.
También sin querer me he ido a esa otra espléndida biografía de varias generaciones del libro de Félix Grande, otro poeta y escritor extremeño, La balada del abuelo Palancas, en el que el gran poeta derrocha su hondo saber poético en esta saga familiar. ¡Y de qué manera!
Hay capítulos en El balcón en invierno, como el sexto, por ejemplo, de auténtica antología, porque logra que el aliento se suspenda por la tensión dramática en las relaciones del padre y del hijo. El gran sueño del padre era que el hijo triunfara como fuera, se hiciera abogado y volviera al pueblo para llevarse de calle la envidia de la gente, pero la vida, ay, le había llamado para ser poeta y escritor, por eso, durante su adolescencia y parte de la juventud fue feliz con un solo libro: Las mil mejores poesías de la lengua castellana, y así, un día sin saber por qué ni por qué no, dejó de creer en Dios y se encontró creyendo en Gustavo Adolfo Bécquer, la poesía le va asignando un lugar en el mundo, pero su padre soñaba para él otros mundos que él no había podido transitar quedándose a las afueras rumiando su fracaso, por lo que “nuestros encuentros y desencuentros eran cada vez más violentos, y cada vez su mirada sobre mí se iba haciendo más penetrante, más aviesa, más vengativa, más llena quizá de oscuros y temibles designios, nuestras relaciones se habían roto y éramos ya enemigos declarados. Yo personificaba para él el gran fracaso de su vida, y él era para mí la viva personificación del miedo”. Muere su padre cuando el escritor tiene 16 años y todo lo que ocurrirá después, confiesa, ha estado presidido por lo que pasó aquella tarde “y es que a veces el pasado no acaba nunca de pasar... Yo había jurado ante el cadáver de mi padre que sería un hombre de provecho”, escribirá de forma lapidaria. Comienza a entender a su padre, desvalido y desamparado, y como de repente se ve convertido en el padre y el padre en hijo. Sí, impresionante y de mucha altura.
Como capítulo modélico, asimismo, el catorce, sobre el mundo mágico del campo en el que viviera su infancia, “a menudo bruto y zafio, con mucho trabajo y mucha miseria, pero también tenía los refinamientos propios de una cultura milenaria”, tema obsesivo al ver como se escapa y muere: “un paisaje hecho de historia; es decir, de tiempo y de dolor... miro atrás y solo veo un paisaje de escombros”. Para terminar con esta joya en donde sintetiza todo un mundo que fue y que se va perdiendo en los entresijos de la memoria: “Eso es todo, y no hay más que contar. Un grano de alegría, un mar de olvido”.
Esta vez he estado de acuerdo con la solapa del libro: Excelente, según Ricardo Senabre; imposible mejorarlo, Jesús Ferrer; casi todo Landero está encerrado en El balcón en invierno, J. M. Pozuelo; una obra de ineludible lectura... que ni al lector más prevenido dejará indiferente.
Y a lo que voy, que te recomiendo la lectura de este libro último de Luis Landero. Me ha parecido soberbio, escrito por uno de los grandes novelistas actuales.

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